La pera, la elegancia del otoño

Hay frutas que se imponen por exuberancia —el melocotón, la sandía, el mango— y otras que conquistan por discreción. La pera pertenece a este segundo grupo. Es modesta, callada, pero su elegancia resiste siglos de cultivo y de poesía. Su textura jugosa, su perfume tenue y su capacidad de adaptarse a las manos, al cuchillo o al vino la convierten en una de las joyas invisibles del otoño español.

España es un país de peras, aunque pocos lo recuerdan. Según datos del Ministerio de Agricultura, produce cada año más de 300.000 toneladas, con Lleida, La Rioja, Aragón y Castilla y León como grandes bastiones. En el valle del Ebro, donde los veranos aún calientan la tierra y las noches de septiembre refrescan los árboles, maduran las peras conferencia, de piel rugosa y corazón aromático. En la Ribera navarra y riojana se recolectan en agosto y septiembre, cuando la niebla empieza a insinuarse sobre los campos de maíz y los primeros higos se caen de maduros. En Cataluña, la variedad blanquilla —más fina y delicada— sigue siendo una de las preferidas por su sabor casi floral.

El paisaje de las peras españolas es un mapa de microclimas y tradiciones. En Zamora y León, los huertos familiares conservan perales centenarios, y en Murcia o Extremadura, las nuevas plantaciones experimentan con híbridos resistentes a la sequía. Incluso en Granada y Jaén, donde el olivo domina, se cultivan pequeñas producciones de peras tardías que alcanzan los mercados en octubre, dulces y perfumadas.

Una fruta con biografía larga

La historia de la pera en la península se remonta a los romanos. Plinio el Viejo ya hablaba de una treintena de variedades distintas. En la Edad Media, los monasterios fueron grandes custodios del peral: se plantaban junto a los muros porque daban sombra sin robar demasiada luz. En el Siglo de Oro, Cervantes la menciona como símbolo de madurez y sensualidad. Quizás por eso, aún hoy, cuando una pera cae al suelo, el gesto de recogerla tiene algo de íntimo y reverente.

Vitaminas para la estación melancólica

En otoño el cuerpo necesita energía suave y defensas fuertes. La pera no es solo una fruta bonita: es rica en agua, fibra y potasio, y aporta vitaminas C y K, esenciales para reforzar el sistema inmunitario y mantener la piel y los huesos en buen estado. Además, contiene antioxidantes naturales que ayudan a mitigar el cansancio otoñal y la somnolencia propia de los días más cortos. Su digestión lenta y su dulzura discreta la hacen ideal para deportistas y para quienes buscan saciarse sin excesos.

Un dato poco conocido: las peras contienen sorbitol, un azúcar natural que actúa como hidratante celular y favorece el tránsito intestinal. Por eso, en muchas zonas rurales se recomendaba “una pera al anochecer para dormir ligero”. Y no es una superstición. El magnesio y los polifenoles de su pulpa contribuyen a relajar el sistema nervioso.

La versatilidad de la pera

Pocas frutas admiten tantos destinos. En la cocina tradicional española, la pera ha acompañado carnes de caza, vinos de crianza y quesos fuertes. En Navarra y La Rioja se preparan peras al vino tinto, de color granate y perfume profundo; en Cataluña, peras al horno con miel y canela; en el País Vasco, compotas para acompañar postres y yogures. En los últimos años, chefs jóvenes la han incorporado a tartares, ceviches y hasta cócteles, explorando su capacidad para absorber aromas sin perder identidad.

Un símbolo de resistencia

Aunque su consumo ha descendido frente a frutas más “fotogénicas”, la pera se mantiene como emblema de la fruta de temporada. Es, en cierto modo, una resistencia al exceso: no tiene el brillo del mango ni la acidez de la piña, pero posee una elegancia que solo se revela en boca. Como escribió Pablo Neruda, “las peras se redondean, suspiran, callan, se llenan de agua y de dulzura”. Quizás esa discreción sea su mayor virtud: una fruta que no compite, sino que acompaña al otoño con la serenidad de lo que sabe durar.

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