En los días en que las calles de Vélez-Málaga se llenan de incienso, cornetas y devoción, en las cocinas se repite un ritual silencioso y profundamente arraigado: la preparación del ajobacalao. Esta receta, humilde pero llena de carácter, es mucho más que una comida típica. Es un legado compartido entre generaciones, un símbolo de identidad culinaria y una forma de honrar la tradición durante la Semana Santa.
El ajobacalao es una de esas creaciones que hablan del ingenio popular. No requiere fuego ni grandes técnicas, solo paciencia y el deseo de mantener viva una costumbre. Sus ingredientes son tan sencillos como sabrosos: pan del día anterior, ajo crudo, bacalao desalado y desmigado, pimientos secos, aceite de oliva virgen extra y un chorro de zumo de limón. Todo se trabaja en frío, dentro de un lebrillo de barro, hasta que la mezcla se vuelve densa, cremosa y de un color entre anaranjado y ocre, según los gustos.
No existe una única receta. Cada casa guarda su forma particular de prepararlo. Algunas versiones prescinden del pimiento, otras lo añaden en crudo o cocido. El toque de limón puede ser más o menos generoso, el ajo más presente o discreto, y hay quienes prefieren que predomine el sabor del bacalao. Pero en todas se mantiene intacta la esencia: el ajobacalao es, por encima de todo, una receta de aprovechamiento, nacida de la necesidad y transformada en tradición.
Durante la Cuaresma, cuando las normas religiosas limitaban el consumo de carne, el bacalao —por su capacidad de conservarse en sal— se convirtió en una alternativa habitual en las mesas del sur. En Vélez-Málaga y otros puntos de la Axarquía, se combinó con lo que había a mano: pan duro, ajos del terreno, aceite de oliva de la zona. Así nació esta mezcla que se come untada en pan, a cucharadas o incluso sola, sin más compañía que un vaso de vino dulce o una copa de moscatel.
En muchos hogares veleños, el ajobacalao se sigue elaborando a mano, como se ha hecho siempre, con mortero de madera y movimientos circulares que dan a la mezcla su textura característica. No es raro ver el lebrillo en la mesa durante toda la Semana Santa, especialmente el Jueves y el Viernes Santo, cuando las familias se reúnen tras ver pasar los tronos o antes de salir a acompañar una procesión.
El ajobacalao es uno de esos sabores que remiten a la infancia, al olor del azahar en las calles, al sonido lejano de una marcha procesional. No necesita presentación elaborada ni reinterpretaciones modernas. Su fuerza reside en su historia, en su humildad, y en su capacidad de reunir a las personas alrededor del pan compartido.
En tiempos de cocina veloz y recetas espectaculares, el ajobacalao resiste como un acto de memoria. Cada cucharada es un gesto de fidelidad a las raíces, un lazo invisible que une a quienes lo preparan hoy con quienes lo amasaron hace cien años. Y mientras haya Semana Santa en Vélez-Málaga, habrá ajobacalao sobre la mesa.