Si hay una fruta que representa el verano, el olor a campo y el dulzor pegajoso en los dedos, esa es el melocotón. Si además le quitamos el vello, nos queda su hermana la nectarina, igual de intensa pero de piel tersa. Ambas comparten mucho más que un hueso central: son símbolos de la estación cálida, fuente de salud y protagonistas de una agroalimentación que aún late en muchas regiones de España.
España es uno de los mayores productores de melocotones de Europa, y algunas de sus variedades se exportan con denominación de origen protegida. En Aragón, por ejemplo, el melocotón de Calanda es casi una leyenda: se embolsa uno a uno en el árbol para protegerlo del sol y los insectos, logrando una piel suave, sin golpes y una madurez natural excepcional. En Murcia y Lérida, la producción es más temprana y orientada al mercado europeo, mientras que en Extremadura, Valencia o La Rioja se cultivan variedades que combinan volumen, mucho sabor y resistencia al transporte.
La nectarina, por su parte, ha ganado terreno por su aspecto más moderno, brillante y fotogénico. Se cultiva en las mismas zonas que el melocotón, aunque su demanda es mayor en mercados jóvenes y urbanos. A nivel botánico, no es un híbrido ni un cruce: es una mutación natural del melocotón, con la única diferencia en su piel, genéticamente más lisa.
Entre huesos y aromas
Aunque para el consumidor parezcan siempre iguales, existen más de 300 variedades registradas entre melocotones y nectarinas. Se clasifican principalmente por el color de la pulpa (blanca o amarilla) y por si la carne se despega del hueso con facilidad (libres) o no (adherentes). También están los melocotones planos, conocidos como paraguayos, más dulces y con una forma que recuerda a una pequeña galaxia de azúcar.
En las nectarinas, la gama también es amplísima: las hay de carne crujiente o blanda, ácidas o dulzonas, de recolección temprana o tardía. El consumidor apenas nota estas diferencias, pero el agricultor las estudia con lupa para ajustar cosechas, precios y resistencias a plagas o sequía.
Un regalo para el cuerpo
Más allá de su sabor, el melocotón es una fruta especialmente rica en antioxidantes (como el betacaroteno, precursor de la vitamina A), en vitamina C y en potasio, lo que ayuda a combatir la deshidratación y a mantener la piel saludable, algo clave en verano. Su alto contenido en agua —más del 85 %— lo convierte en una fruta ligera, saciante y diurética. La fibra que contiene, sobre todo si se come con piel, favorece el tránsito intestinal.
La nectarina comparte todos estos beneficios, con una pequeña ventaja en cuanto a la concentración de polifenoles en su piel lisa, lo que la hace incluso más antioxidante. Ambas frutas tienen un índice glucémico medio-bajo, por lo que son aptas para diabéticos y personas que buscan controlar su peso.
De la rama a la cocina
Aunque lo habitual es consumirlos al natural, los melocotones y nectarinas admiten múltiples usos culinarios: tartas, mermeladas, compotas, chutneys, ensaladas o incluso asados con carnes blancas. En algunas regiones se sirve melocotón al vino, un postre veraniego clásico que no pierde vigencia.
En Calanda, por ejemplo, es típico hacer melocotón en almíbar casero, y en zonas del sur se incluyen en platos salados como ensaladas de couscous o tabulé, donde el dulzor contrasta con hierbas frescas y frutos secos.
El verano entre los dedos
Comer un melocotón maduro, morder su carne hasta el hueso, dejar que el jugo se escape por la barbilla: hay algo de infancia, de huerta y de sol en ese gesto. Las nectarinas, más limpias, más urbanas quizás, tienen su encanto moderno. Pero ambas nos recuerdan que el verano es un estado del paladar, y que los árboles aún saben dar sombra, fruta y sabor.