Viena es una ciudad que no se recorre: se saborea. En cada calle, en cada fachada dorada, en el tintinear de las tazas de porcelana o el sonido lejano de un violín, la capital austríaca parece suspender el tiempo. Su esplendor imperial convive con una modernidad discreta, y sus cafés, sus parques y sus palacios siguen contando historias de emperatrices, artistas y soñadores.
Para descubrirla de verdad, lo ideal es dedicarle cuatro días y tres noches, un recorrido pausado entre arte, música, historia y buena mesa.
Día 1: la ciudad imperial
El viaje comienza en el corazón de Viena, con una caminata por el Innere Stadt, su casco histórico, declarado Patrimonio de la Humanidad. La catedral de San Esteban, con su tejado de mosaicos y su torre puntiaguda, marca el centro simbólico de la ciudad. Desde allí, lo mejor es perderse entre calles empedradas hasta llegar al palacio de Hofburg, la antigua residencia de los Habsburgo.
Entre sus muros todavía resuena el eco de Sissi, la emperatriz más célebre de Austria. El museo que lleva su nombre ofrece una mirada íntima a su vida, con vestidos, retratos y objetos personales que invitan a adentrarse en la melancolía del siglo XIX.
La tarde puede terminar con un paseo por el Graben, la elegante avenida de tiendas y cafés, antes de cenar en Figlmüller, el restaurante más famoso por su schnitzel vienés, un filete empanado del tamaño de un plato que es casi una institución nacional.
Día 2: el arte como refugio
El segundo día está dedicado al arte y la música, dos lenguajes que definen a Viena. En la Galería Belvedere espera uno de los cuadros más conocidos del mundo: El beso de Gustav Klimt. En el Museo de Historia del Arte (Kunsthistorisches Museum), las obras de Rubens, Velázquez o Caravaggio conviven con una arquitectura que es en sí misma una joya.
Por la tarde, la cita obligada es con la música. La Ópera Estatal de Viena ofrece representaciones casi cada noche, y hay entradas asequibles si se compran con antelación. Asistir a un concierto de Mozart o Strauss en su propia ciudad es una experiencia que trasciende el turismo.
La cena puede ser en el Gasthaus Pöschl, una taberna elegante donde probar el Tafelspitz, un guiso de carne hervida con verduras que, según cuentan, era el plato favorito del emperador Francisco José.
Día 3: los cafés, alma de Viena
No hay Viena sin café. Los cafés vieneses son templos de conversación, lectura y contemplación, lugares donde el tiempo no corre. El Café Central, con sus columnas neogóticas y su piano en vivo, fue punto de encuentro de Freud, Trotski y Stefan Zweig. El Café Sacher es famoso por su tarta del mismo nombre, una delicia de chocolate con mermelada de albaricoque que merece peregrinación.
Por la tarde, se puede visitar el Palacio de Schönbrunn, el Versalles vienés, rodeado de jardines geométricos y fuentes majestuosas. Subir a la Gloriette, el mirador que domina el complejo, permite disfrutar de una de las vistas más románticas de la ciudad.
Día 4: mercados y despedida
Antes de marcharse, hay que conocer el Naschmarkt, el mercado más animado de Viena. Entre puestos de especias, frutas, quesos y dulces, se mezclan los aromas de Europa y Oriente. Es el lugar ideal para comprar recuerdos gastronómicos o comer en alguno de sus restaurantes al aire libre.
Una última parada en el Café Demel, la antigua pastelería imperial fundada en 1786, cierra el viaje con sabor dulce. Entre vitrinas de cristal y aromas de cacao, es fácil imaginar que Sissi aún pasea por la ciudad, con su melancólica elegancia, mientras suenan los acordes de un vals.
Viena eterna
Viena es, ante todo, una ciudad de ritmos lentos. Se disfruta con calma, como una melodía de Strauss o un sorbo de café caliente en una mañana de otoño. En cuatro días puede que se vean sus monumentos, pero lo que realmente se lleva el viajero es otra cosa: la sensación de haber habitado, por un instante, una época donde la belleza y el tiempo caminaban de la mano.